lunes, 8 de febrero de 2010

El duelo del sendero.


Los distribuidores de productos estaban anotando todo lo que Floripegno les decía que había que traer, Partuvzko estaba perdiendo en el truco contra Jeffrey y trataba de no perder más de 3 puntos por tirada. Mientras yo hablaba con las emisoras locales de radio, para que hagan difusión del lugar, el día se tornaba un tanto más épico. Con la idea de refrescarse un poco Nero iba camino a la Olla, solo, ya que nadie estaba libre como para permitirse tal descanso.
Iba meditando acerca de que debían ir hacia el pueblo al día siguiente, ya que no podríamos durar demasiado con la comida y esas cosas. Como mal criollo que es, llevó unas sopas instantáneas, ya que quería pasar la mañana entera en soledad, y volver luego del mediodía cuando el sol no arrasa con todo lo que toca. Podría tranquilamente haber llevado algunos ingredientes para comer algo más producido, pero este cristiano ni si quiera toma mate, así que en definitiva: es un mal criollo.
A pesar de eso, no era nada tonto, y le sobraba prudencia, sabía que algo podría pasar estando sólo en el sendero, así que llevó un arsenal de protección contra toda clase de cosas que se le pudieran cruzar.
Fue entonces, cuando luego de 1300 metros de caminata lo vio. Era una leyenda viva que se venía a cruzar justo con él, que nada de ganas tenía de afrontar a un bicho así. Era esbelto, bien formado, lleno de brillantina, con músculos fuertes, tanto que Nero se pegó un cuiqui tremendo. Azucena, la avispa dueña del lugar estaba revoleando aguijón frente a su pequeña figura.
Cagado en las patas, lo primero que el pobre atinó a hacer fue rajar pensando, antes que nada, con las piernas. Pero luego el corazón le hizo llegar agua al tanque, lo pensó mejor, se armó de coraje y peló rápidamente el repelente. ¡Hijo e’ tigre! ¡Que coraje, que valentía, que repelente! Surgió de sus entrañas el embate más metafísico, era un cabeza al irse así contra una de las criaturas más exóticas y peligrosas del mundo. Pero iba y cada paso de la carga veloz como el rayo, fuerte como ariete, los segundos pasaban como horas dentro de la oficina (que son más largas).
El bicho apuntó su gallarda Excalibur Mbyá, y trató de embestirlo. Pero por más rara, guasa y grande que fuera, no sabía con quién se había metido. En un tropezón, zafó de ser apuñalado en el codo, y tendido en el suelo, soltó un Sapucai a lo espartano y lanzo el ponzoñoso perfume a los ojos del animal. Pensando en el poco tiempo que tenía usó el encendedor de la hornalla portátil para encender en llamas a la bestia.
Ya estaba todo pensado, 15 largos segundos habían pasado desde el momento que cruzaron miradas, cuando de un arranque le sacó el aguijón. Entonces, matado el avispón, blandió furioso su aguijón, y se lo clavó en el medio del pecho. Su arma fue entonces su verdugo.
Durante el resto del día nosotros nos preocupamos, ya había pasado mucho tiempo y el falopero de Nero no aparecía. Estábamos en camino a buscarlo cuando apareció, con el aguijón envainado, tres veces más grande y más gaucho de lo que antes lo habíamos visto. Era ahora un semidios, un guerrero, un hilo de luz. La historia nos la contó como yo ahora no la estoy relatando, porque del temor al narrador omnisciente hay varios pasos diferenciales. Entonces Nero, que siempre había sido tan solo Nero, pasó a llamarse Ferno, el control encarnado de las plagas.

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